Cosas imposibles.


Esta mañana, mientras corría, escuché una frase en la que nunca me había detenido.

—Nadie está obligado a lo imposible —le dijo entre jadeos un hombre a una mujer conforme corrían junto a mí y cuyos rostros no alcancé a distinguir pues todavía no amanecía—. ¡Es uno de los principios del Derecho, un fundamento supremo de la ley! —agregó con cierta exasperación aquél ante el silencio de ella.

Desde hace algunas semanas adelanté mi horario de correr y ahora empiezo a las seis en punto de la mañana en medio de una oscuridad que, irónicamente, me ayuda a vislumbrar muchas cosas. Antes salía a eso de las 7:30, ya que les daba un beso a mis tres hijos cuando se subían al bus de la escuela, pero regresaba tarde a mi casa y, entre la estirada, las lagartijas, la regadera y el desayuno, llegaba a la oficina cuando sientes que el mundo ya te lleva cierta ventaja.

Correr a oscuras es muy especial. Tengo la fortuna de vivir cerca de los Viveros de Coyoacán y desde que pongo un pie fuera de mi puerta el cielo negro y sus estrellas me absorben. A veces alcanzo a ver todavía la Luna. A esas horas, en esos momentos, sin ruido alguno y en medio de tal soledad, se vuelve todavía más enigmática. Cuando la descubro allá arriba con su brillo, me concentro en ella, invoco sus poderes, mentalmente me baño de sus rayos y le digo: “Lléname de posibilidades, de magia y alumbra todos estos sueños míos, enciéndelos y siempre ilumíname”. Con el Sol no me sucede así.

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El camino está más o menos bien iluminado, aunque en algunos puntos los faroles están fundidos y es mejor tener cuidado porque proliferan las raíces de árboles y hay zonas con grava y pequeñas rocas sueltas. Hace unos días tropecé con una, hacían años que no me caía. Las caídas pueden provocar ganas de reír o de llorar. Esa mañana sentí un poco de las dos. Me quedé tirado unos instantes, en la tierra, asimilando el madrazo. Segundos después me paré, seguí con más precaución y con un ardor terrible en las palmas de las manos, llenas de piedritas enterradas y un poco de sangre.

Al llegar a los Viveros la oscuridad se hace aún más espesa, los árboles succionan cualquier  resplandor y con trabajos alcanzas a distinguir tus tenis. Durante todo el circuito no hay un solo foco a diferencia de otras pistas, lo que a mí parecer lo hace especial. Puedes tener dos pasos adelante a alguien y no distinguirlo sino hasta casi chocar. Hay que avanzar con cautela y a la vez con absoluta confianza, entregado a la ruta. Es de alguna forma conmovedor descubrir a tanta gente inmersa en sí misma en esa oscuridad tan contundente. A veces me pregunto si los demás pensarán lo mismo, o qué pensarán, o si compartirán la emoción o esa conexión mística que a mí me llena de energía y, no sé por qué, de esperanza.

A esas horas podrías correr prácticamente con los ojos cerrados y daría igual, finalmente a los otros corredores más bien los detectas por los sonidos. Es increíble como se aguzan los sentidos según los escenarios. La vida, ante determinadas circunstancias, te obliga a ser más perspicaz, a desarrollar el oído, el tacto, la intuición y, por supuesto, la confianza, en uno mismo y en la vida, en el Universo.

Yo soy la luz.
Yo soy la claridad.
Yo soy la transparencia.
Yo soy la iluminación.
Yo soy la luminosidad.
Yo soy el brillo.
Yo soy la intensidad.
Yo soy el faro.
Yo soy el rumbo.
Yo soy mi destino.
Yo soy mi estrella.
Yo soy la chispa divina.
Yo soy la llama eterna.

Mi rezo reverbera en mi interior a cada zancada, es parte de mi plegaria, de mi culto al amanecer.

“Nadie está obligado a lo imposible” aseveró aquel hombre con semejante contundencia que me sacó de mis profundidades y subí a mi mente. “¿Nadie está obligado a lo imposible?”, me pregunté. Había escuchado cientos de veces aquella frase, sobre todo cuando practicaba el Derecho y ejercía como abogado, incluso la alegué varias veces en mi defensa. “Nadie está obligado a lo imposible”. Claro que desconozco el contexto en que la citó, pero el impacto de tal afirmación me cimbró.

“Todos estamos obligados a lo imposible”, me respondí. Si no todo esto no tendría sentido, la vida no tendría caso alguno. Sería estúpido venir aquí a no hacer nada más allá de nuestros propios confines, a limitarse a lo permitido, a nunca conocer qué hay del otro lado de las barreras, a permanecer dentro de nuestra frontera y a quedarnos con la curiosidad mortal de conocer ese mundo aparentemente tan lejano con el que soñamos. Rompamos las leyes, destruyamos los paradigmas, demolamos estructuras, contravengamos dichos y echemos abajo nuestros propios récords. Vamos a hacer cosas imposibles.

Enseguida apresuré mi ritmo, di una vuelta más a los Viveros y continué a toda velocidad de regreso a mi casa en un intento por bajar mi marca personal y, sobre todo, para alcanzar a mis hijos y darles un beso antes de que se subieran al camión amarillo de la escuela.

Cosas imposibles was originally published on FJ KOLOFFON


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